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La tranquila vida diaria
de Oxford Street a veces se veia interrumpida por la aparición repentina y casi
fugaz de los "contrabandistas".
Eran personas acechantes
del este de Londres, menos malvadas y deshonestas de lo que su apodo podía
suponer, que eran capaces de improvisar una venta en la calle de articulos de
lujo falsos más adecuados para la comedia de Goldoni.
Por lo general,
actuaban en grupos de cuatro, cada uno de ellos con un papel definido.
Llegaban a la calle
Oxford en una hora topica (entre las 11.30 a.m. y las 16.p.m.) después de estacionar
en su camioneta en una de las calles adiacentes. Por lo general, ocupaban un
segmento de acera entre dos barras transversales; dos de ellos actuaban como
postes en cada una de las dos intersecciones, por lo que nunca podría suceder
que una patrulla se acercara inesperadamente y los otros dos dispusieran la
caja con la mercancía en el centro del pavimento (perfumes, billeteras,
bufandas, encendedores, relojes joyas, que variaban según los días, pero siempre
eran marcas de lujo pero falsas).
Uno de ellos, el
orador, sentado en una de las cajas de cartón, volcóada como asiento, elogiaba
la calidad y el precio de los productos expuestos a la venta,, con voz exaltada
en ese incomprensible dialecto de Londres, que a su vez era un espectáculo
imperdible.
El cuarto compliz,
el provocador, estaba colocado detrás de la multitud que regularmente se
detenía alrededor del orador, atraída por ese espectáculo improvisado, y luego,
empujando el dinero, visible entre sus
dedos, gritaba "... ¡Compro tres de ellos!" , "¡Quiero
dos!", "¡Tomo cuatro de esos!" Arrastrando consigo a docenas de
compradores que a veces daban el dinero sin siquiera saber lo que estaban
comprando.
Una vez uno de los dos
de guardia, consciente de la llegada de un par de bobbies, dio la alarma. En
cuestión de cinco segundos, sin haber previamente tranquilizado a los clientes
ocasionales sobre sus honestas intenciones, los bienes, el dinero y las cajas
ya habían desaparecido, tragados desde el callejón frente a la dirección de
llegada de los policías. Y después que la patrulla londinesa, completamente
ignorante, desaparecia de la vista aguda de las guardias contrabandistas, en el
mismo punto se iba reformando el mercado
de ventas fraudalentas. Y debe agregarse que la interrupción no le hizo mucho daño a los asuntos de la banda.
En reversa, el
miedo que la banda mostraba de haber por la policia, ya sea cierto o falso,
podría haber convencido a la gente de que los negocios propuestos tenían que
ser muy rentables.
¡Qué bendita
ingenuidad de los británicos y los turistas de Londres!
Recuerdo que mi
padre solía contarme acerca de los sinvergüenzas napolitanos que vendían a los
compradores ingenuos relojes de oro falso, desde la época de la Segunda Guerra Mundial,
fingiendo que eran el botín del último robo del siglo. Aunque todos conocen el
Teatro Napolitano, es algo diferente de la comedia inglesa.
También recuerdo
que Bob una vez me confesó que se había ganado de vivir en ese estilo, durante
un tiempo, y que sabía que los que lo practicaban eran todos muy buenos chicos.
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